En Mi Molesta Opinión
Relatos y música
jueves, 2 de noviembre de 2017
PASEANDO POR LAS NUBES
martes, 21 de octubre de 2014
Ébola: Mea Culpa

domingo, 1 de junio de 2014
I Need a Dollar

I need a dollar by Aloe Blacc (versión con quinteto de cuerda y subtítulos en español)
I need a dollar by Aloe Blacc (versión original)
viernes, 30 de septiembre de 2011
El Paparazzi, Romeo y Julieta
viernes, 2 de septiembre de 2011
La flor de la vida y de la muerte

Cuando llegó al país donde crecían estas flores quiso comprar sus semillas, había llevado una gran bolsa de oro porque sabía que todo lo bueno costaba mucho. Pero, para su asombro, se las dieron sin querer aceptar nada a cambio por el mero hecho de haber venido desde tan lejos y de querer compartir con otros de forma desinteresada las flores.
Antes de partir de regreso le dijeron que esas flores sólo se daban en un tipo de tierra especial, por lo que debía ser muy cuidadoso a la hora de elegir el terreno en el que las iba a plantar. También le dieron un manual que contenía todo lo que necesitaba saber para el cultivo exitoso de las flores.
Al llegar a su tierra vendió todo lo que tenía para comprar el terreno adecuado para el desarrollo perfecto de las flores.
Trabajó de sol a sol para acondicionar la parcela y por fin sembró las semillas.
Al llegar la hora de la cosecha se dio cuenta de que su campo solo tenía espinos, pero no se desanimó y siguió cuidando su plantación año tras año, pero los espinos cada vez invadían más el cultivo, y de las flores no había ni rastro.
El hombre se sintió engañado y avergonzado, lleno de frustración y tras haber invertido todo cuanto tenía en ese proyecto, finalmente tomó una soga y se quitó la vida.
Tres años después de su muerte la primavera llegó con unas lluvias muy abundantes y por fin los espinos se llenaron de yemas que dieron paso a unas flores como nadie de esa zona había visto jamás.
A principios de aquel verano el valle se llenó del aroma de las flores plenamente desarrolladas y listas para ser recolectadas. Los habitantes de la región, maravillados por la suave fragancia que lo impregnaba todo, incluso sus corazones, comenzaron a buscar el foco de donde partía el efluvio. Por fin encontraron la plantación custodiada por lo que quedaba del cadáver de su dueño colgando de la rama de un árbol; al acercarse vieron que de un bolsillo de su chaqueta asomaba un librillo, de unas pocas hojas, ajado por estar a la intemperie, al abrirlo, en el primer párrafo rezaba lo siguiente a modo de compendio de lo desarrollado en el manual: “plantar la semilla en la tierra adecuada y cuidar con esmero. El floricultor se dará cuenta de que su trabajo está teniendo éxito cuando el campo se llene de espinos, durante varios años los espinos crecerán, lo cual es muy importante para que luego la flor tenga un buen soporte y pueda crecer en plenitud. El florista sabrá que su labor habrá concluido cuando una copiosa lluvia primaveral caiga sobre los espinos adultos, entonces de éstos comenzarán a salir brotes que se convertirán en las flores que con tanto amor y paciencia ha estado esperando”. A la vista de los resultados todos estuvieron de acuerdo en que el hombre había realizado una magnífica labor y no podían entender el porqué de su trágico final.
Antes de volver a sus casas dieron sepultura a los restos del dueño de la plantación y movidos por la pena de dejar que unas flores tan hermosas se quemasen bajo el sol del verano, cada vecino se llevó una y, sin saberlo, con ella la felicidad a su vida.
domingo, 21 de marzo de 2010
Nadie

_ ¡Papá, papá! Gritaba mientras se contorsionaba queriendo zafarse de esa gente extraña que la quería inmovilizar; pero papá no hacía nada, ni tan siquiera podía verlo cerca y ellos volvían a la carga otra vez. Ahora aulló al sentir una multitud de manos sujentándola por las muñecas y por los tobillos y notar cómo le atravesaban la piel. _ ¡Papá, papá! Se desgañitaba, pero papá no venía y ella no comprendía nada: ¿Por qué estaba atada?, ¿Por qué la miraban esos rostros deformes?, ¿Por qué le causaban tanto dolor?
Apenas hacía unos días estaba disfrutando de una extemporánea primaveral tarde de domingo en febrero, aún podía percibir el olor a salitre que impregnaba la brisa del paseo marítimo; se veía a sí misma corriendo y revoloteando entre sus papás, ora metiéndose entre las faldas de mamá reclamando un mimo ora agarrando las manos endurecidas por el trabajo de su papá, esas manos que le hacían sentirse a salvo de cualquier mal. ¡Era tan feliz! El sol por fin parecía haber vencido a las hordas invernales, sus rayos lo abarcaban todo, centelleaban sobre la superficie del mar cabalgando en las olas que mansamente se deshacían en un rumor sobre la arena de la playa, buscaban cualquier resquicio umbrío para declararlo conquistado. Una parte de su ejército había enjambrado en los bucles dorados que conformaban la melena de mamá. Mamá, tan guapa, tan buena, olía a galletas de canela, sus besos sabían a uvas maduras recién vendimiadas del majuelo, sus abrazos curaban cualquier dolor y su voz hacía que las pesadillas se desvanecieran al instante.
_ ¡Papá, papá! Ya estaban ahí otra vez mirándola, molestándola, haciéndole daño. Quería volver a su casa, cenar sopa y que su papá la arropase antes de dormir; quería cerrar los ojos y sentir el tacto suave de sus sábanas que olían a los saquitos de lavanda que mamá distribuía dentro del ropero.
Las enfermeras habían intentado sin éxito ponerle el gotero con un suave sedante para que, una vez calmada, el médico pudiese hacerle una revisión porque cada vez que se le acercaban arrancaba a gritar, a dar puntapiés y a bracear como una posesa. Era en esos momentos de tensión y desesperación cuando llamaba a su papá, un papá que jamás vendría porque hacía décadas que había fallecido. En la historia clínica figuraba que Nadie tenía noventa años y ningún familiar conocido al que avisar. Sus idas y venidas del geriátrico a los servicios de urgencias de los hospitales de la zona se estaban volviendo habituales.
A pesar de su edad su cutis lucía terso y sonrosado, sobre su frente el pelo mal cortado y algo desaseado aún conservaba un brillo y unos rizos muy característicos que conferían al conjunto de su rostro un ademán patricio. Sus manos blancas y finas terminaban en unos dedos delgados y largos a los que las uñas descuidadas y algo sucias no conseguían restar belleza.
Tras obtener la autorización del médico para inmovilizarla por fin habían podido colocarle la vía en el sitio correcto y el sedante parecía que iba surtiendo efecto, aunque de cuando en cuando todavía se la oía balbucear.
Ahora podía oler la lavanda, abrazada a su osito de trapo se despedía de su papá hasta mañana, el sueño la vencía y ya podía dormir tranquila porque estaba en su casa, en su cama, oyendo como sus papás trajinaban por la cocina, seguramente recogiendo los platos de la cena, ruidos familiares que componían la nana de lo cotidiano con la que transitaba hacía el reposo y los sueños.
En algún momento de la noche se despertó y ya no estaba en su cuarto, no podía mover ni pies ni manos ¿qué estaba pasando? El pánico se adueñó de ella, sus intentos por desasirse eran en vano. El trastorno senil que padecía le impedía recordar los sucesos de hacía pocas horas, el forcejeo con el personal sanitario de principios de la noche había sido arrojado al profundo pozo del olvido donde la enfermedad había ido echando, con metódica crueldad, jirones completos de su vida hasta haberla desposeído de todo, o de casi todo ya que sólo resistían de forma numantina algunas imágenes inconexas en las que ella era una niña de siete años. El objetivo de la cámara que proyectaba sus recuerdos había sido desenfocado por completo fundiendo a negro los más recientes, enturbiando hasta el mareo el resto, permitiendo únicamente la visión clara y nítida de un fugaz instante de felicidad acontecido hacía ochenta y tres años.
Nadie era ahora una niña confinada en un rincón de las añoranzas de una nonagenaria enferma y sola.