El asunto había estallado hacía pocos meses cuando un
paparazzi había conseguido captar de
forma fortuita unas instantáneas de Julieta en compañía de Romeo.
El fotógrafo, mientras tomaba un bocado rápido
en una modesta tasca, un lugar bien distinto de aquellos lujosos restaurantes
de moda en los que solía cazar a sus presas, observó a dos jóvenes enamorados
charlando en tono bajo, inmersos en su propio mundo donde solo existían ellos y
su amor. La tierna escena le amenizaba la cena hasta que se percató de quién
era la pareja. ¡No podía ser! Miró y volvió a mirar, la verdad es que los
chicos nunca habían salido en los medios, pero sí, eran ellos. Sus familias tan
ricas como influyentes habían imposibilitado la publicación de cualquier
material sobre ellos. Pero estamos hablando de fotos y vídeos sin más valor que
el de ver a Julieta en clase de equitación, a Julieta con sus amigas en un día
de playa o a Julieta de compras. Con Romeo sucedía igual, material
intrascendente que moría en los cajones de los escritorios de los directores de
cadenas de televisión, de semanarios del corazón o de portales de internet,
porque los beneficios de su publicación no compensarían ni de lejos los perjuicios
que les ocasionaría la retirada de la cuantiosa publicidad que insertaban las
diferentes empresas de ambas familias y también las de sus allegados.
Pero esto era diferente, ante él estaba la noticia del año; o
de la década; o del siglo ¡Los hijos de los archirrivales juntos y enamorados! Se atragantó con el
refresco que estaba bebiendo y se puso a sudar nervioso ante la posibilidad de
hacer el reportaje de su vida. Instintivamente echó mano a su cámara, pero para
su desesperación se dio cuenta de que se la había dejado en el coche; más de
quince mil euros en equipo fotográfico y ahora tenía que inmortalizar el
momento con la cámara de su móvil, 3,5 mega píxeles para realizar el trabajo de
su vida.
Disimulando como pudo, disparó la camarita decenas de veces,
rogando a los dioses que la ausencia de luz apropiada, de flash y de buenas
ópticas no impidiera que se distinguiese nítidamente a los tortolitos abrazarse,
besarse, reírse…
La escena romántica que antes le había hecho desear encontrar
a la mujer que le mirase con la intensidad con que ella le miraba a él, ahora
se había convertido en algo con lo que comerciar.
– Un millón – se decía a sí mismo.
– Por estas fotos me van a dar un millón.
Le dieron el millón. Se retiró y dejó de trasnochar y de
perseguir la fotografía más escandalosa. Se compró una casita blanca en la
costa. Ahora paseaba por la playa, desayunaba en la terraza de un pequeño bar
del puerto mientras leía la prensa y el sol de la mañana le saludaba.
De Romeo y Julieta se habló mucho, sus imágenes abrieron
telediarios y fueron el centro de la programación rosa de todas las cadenas.
Las audiencias se dispararon, las tiradas de las revistas multiplicaron los
ejemplares distribuidos. Cada semana había una portada: primero hablando de su
romance, después de la reacción furibunda de sus familias, más tarde de la
forzosa separación de los jóvenes amantes y por último de la muerte de ambos
despeñados en un accidente de tráfico al tratar de huir.
El día siguiente a la noticia del trágico final de los
chicos, en un pueblecito costero de casitas blancas cierto hombre no acudió a
su paseo habitual por la playa, ni desayunó en la terraza del bar leyendo la
prensa, ese día el sol no le encontró para desearle buen día.
El día siguiente
a la noticia de la muerte de Romeo y Julieta su cuerpo fue encontrado flotando
sin vida en las aguas de la bahía.