viernes, 2 de septiembre de 2011

La flor de la vida y de la muerte


Un hombre rico quiso regalar a sus vecinos el mejor don que hubiese en la tierra; viajó lejos porque le habían hablado de unas flores maravillosas cuyo color y aroma cambiaban dependiendo de las necesidades de quien las poseyese. La flor era la misma, pero al ser puesta en las manos de su comprador, ésta leía el corazón de su dueño y su color y aroma se personalizaban sirviendo de medicina para su alma. Al inquieto traía paz, al triste alegría, al débil fuerza, al fuerte paciencia, y así, fuese cual fuese el tipo de personalidad, la flor siempre equilibraba el carácter haciendo de sus dueños personas sanas y felices. ¡Qué mejor regalo que ese!

Cuando llegó al país donde crecían estas flores quiso comprar sus semillas, había llevado una gran bolsa de oro porque sabía que todo lo bueno costaba mucho. Pero, para su asombro, se las dieron sin querer aceptar nada a cambio por el mero hecho de haber venido desde tan lejos y de querer compartir con otros de forma desinteresada las flores.

Antes de partir de regreso le dijeron que esas flores sólo se daban en un tipo de tierra especial, por lo que debía ser muy cuidadoso a la hora de elegir el terreno en el que las iba a plantar. También le dieron un manual que contenía todo lo que necesitaba saber para el cultivo exitoso de las flores.

Al llegar a su tierra vendió todo lo que tenía para comprar el terreno adecuado para el desarrollo perfecto de las flores.

Trabajó de sol a sol para acondicionar la parcela y por fin sembró las semillas.

Al llegar la hora de la cosecha se dio cuenta de que su campo solo tenía espinos, pero no se desanimó y siguió cuidando su plantación año tras año, pero los espinos cada vez invadían más el cultivo, y de las flores no había ni rastro.

El hombre se sintió engañado y avergonzado, lleno de frustración y tras haber invertido todo cuanto tenía en ese proyecto, finalmente tomó una soga y se quitó la vida.

Tres años después de su muerte la primavera llegó con unas lluvias muy abundantes y por fin los espinos se llenaron de yemas que dieron paso a unas flores como nadie de esa zona había visto jamás.

A principios de aquel verano el valle se llenó del aroma de las flores plenamente desarrolladas y listas para ser recolectadas. Los habitantes de la región, maravillados por la suave fragancia que lo impregnaba todo, incluso sus corazones, comenzaron a buscar el foco de donde partía el efluvio. Por fin encontraron la plantación custodiada por lo que quedaba del cadáver de su dueño colgando de la rama de un árbol; al acercarse vieron que de un bolsillo de su chaqueta asomaba un librillo, de unas pocas hojas, ajado por estar a la intemperie, al abrirlo, en el primer párrafo rezaba lo siguiente a modo de compendio de lo desarrollado en el manual: “plantar la semilla en la tierra adecuada y cuidar con esmero. El floricultor se dará cuenta de que su trabajo está teniendo éxito cuando el campo se llene de espinos, durante varios años los espinos crecerán, lo cual es muy importante para que luego la flor tenga un buen soporte y pueda crecer en plenitud. El florista sabrá que su labor habrá concluido cuando una copiosa lluvia primaveral caiga sobre los espinos adultos, entonces de éstos comenzarán a salir brotes que se convertirán en las flores que con tanto amor y paciencia ha estado esperando”. A la vista de los resultados todos estuvieron de acuerdo en que el hombre había realizado una magnífica labor y no podían entender el porqué de su trágico final.

Antes de volver a sus casas dieron sepultura a los restos del dueño de la plantación y movidos por la pena de dejar que unas flores tan hermosas se quemasen bajo el sol del verano, cada vecino se llevó una y, sin saberlo, con ella la felicidad a su vida.

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