domingo, 21 de marzo de 2010

Nadie


_ ¡Papá, papá! Gritaba mientras se contorsionaba queriendo zafarse de esa gente extraña que la quería inmovilizar; pero papá no hacía nada, ni tan siquiera podía verlo cerca y ellos volvían a la carga otra vez. Ahora aulló al sentir una multitud de manos sujentándola por las muñecas y por los tobillos y notar cómo le atravesaban la piel. _ ¡Papá, papá! Se desgañitaba, pero papá no venía y ella no comprendía nada: ¿Por qué estaba atada?, ¿Por qué la miraban esos rostros deformes?, ¿Por qué le causaban tanto dolor?

Apenas hacía unos días estaba disfrutando de una extemporánea primaveral tarde de domingo en febrero, aún podía percibir el olor a salitre que impregnaba la brisa del paseo marítimo; se veía a sí misma corriendo y revoloteando entre sus papás, ora metiéndose entre las faldas de mamá reclamando un mimo ora agarrando las manos endurecidas por el trabajo de su papá, esas manos que le hacían sentirse a salvo de cualquier mal. ¡Era tan feliz! El sol por fin parecía haber vencido a las hordas invernales, sus rayos lo abarcaban todo, centelleaban sobre la superficie del mar cabalgando en las olas que mansamente se deshacían en un rumor sobre la arena de la playa, buscaban cualquier resquicio umbrío para declararlo conquistado. Una parte de su ejército había enjambrado en los bucles dorados que conformaban la melena de mamá. Mamá, tan guapa, tan buena, olía a galletas de canela, sus besos sabían a uvas maduras recién vendimiadas del majuelo, sus abrazos curaban cualquier dolor y su voz hacía que las pesadillas se desvanecieran al instante.

_ ¡Papá, papá! Ya estaban ahí otra vez mirándola, molestándola, haciéndole daño. Quería volver a su casa, cenar sopa y que su papá la arropase antes de dormir; quería cerrar los ojos y sentir el tacto suave de sus sábanas que olían a los saquitos de lavanda que mamá distribuía dentro del ropero.

Las enfermeras habían intentado sin éxito ponerle el gotero con un suave sedante para que, una vez calmada, el médico pudiese hacerle una revisión porque cada vez que se le acercaban arrancaba a gritar, a dar puntapiés y a bracear como una posesa. Era en esos momentos de tensión y desesperación cuando llamaba a su papá, un papá que jamás vendría porque hacía décadas que había fallecido. En la historia clínica figuraba que Nadie tenía noventa años y ningún familiar conocido al que avisar. Sus idas y venidas del geriátrico a los servicios de urgencias de los hospitales de la zona se estaban volviendo habituales.

A pesar de su edad su cutis lucía terso y sonrosado, sobre su frente el pelo mal cortado y algo desaseado aún conservaba un brillo y unos rizos muy característicos que conferían al conjunto de su rostro un ademán patricio. Sus manos blancas y finas terminaban en unos dedos delgados y largos a los que las uñas descuidadas y algo sucias no conseguían restar belleza.

Tras obtener la autorización del médico para inmovilizarla por fin habían podido colocarle la vía en el sitio correcto y el sedante parecía que iba surtiendo efecto, aunque de cuando en cuando todavía se la oía balbucear.

Ahora podía oler la lavanda, abrazada a su osito de trapo se despedía de su papá hasta mañana, el sueño la vencía y ya podía dormir tranquila porque estaba en su casa, en su cama, oyendo como sus papás trajinaban por la cocina, seguramente recogiendo los platos de la cena, ruidos familiares que componían la nana de lo cotidiano con la que transitaba hacía el reposo y los sueños.

En algún momento de la noche se despertó y ya no estaba en su cuarto, no podía mover ni pies ni manos ¿qué estaba pasando? El pánico se adueñó de ella, sus intentos por desasirse eran en vano. El trastorno senil que padecía le impedía recordar los sucesos de hacía pocas horas, el forcejeo con el personal sanitario de principios de la noche había sido arrojado al profundo pozo del olvido donde la enfermedad había ido echando, con metódica crueldad, jirones completos de su vida hasta haberla desposeído de todo, o de casi todo ya que sólo resistían de forma numantina algunas imágenes inconexas en las que ella era una niña de siete años. El objetivo de la cámara que proyectaba sus recuerdos había sido desenfocado por completo fundiendo a negro los más recientes, enturbiando hasta el mareo el resto, permitiendo únicamente la visión clara y nítida de un fugaz instante de felicidad acontecido hacía ochenta y tres años.

Nadie era ahora una niña confinada en un rincón de las añoranzas de una nonagenaria enferma y sola.