viernes, 30 de septiembre de 2011

El Paparazzi, Romeo y Julieta


El asunto había estallado hacía pocos meses cuando un paparazzi  había conseguido captar de forma fortuita unas instantáneas de Julieta en compañía de Romeo.

El fotógrafo, mientras tomaba un bocado rápido en una modesta tasca, un lugar bien distinto de aquellos lujosos restaurantes de moda en los que solía cazar a sus presas, observó a dos jóvenes enamorados charlando en tono bajo, inmersos en su propio mundo donde solo existían ellos y su amor. La tierna escena le amenizaba la cena hasta que se percató de quién era la pareja. ¡No podía ser! Miró y volvió a mirar, la verdad es que los chicos nunca habían salido en los medios, pero sí, eran ellos. Sus familias tan ricas como influyentes habían imposibilitado la publicación de cualquier material sobre ellos. Pero estamos hablando de fotos y vídeos sin más valor que el de ver a Julieta en clase de equitación, a Julieta con sus amigas en un día de playa o a Julieta de compras. Con Romeo sucedía igual, material intrascendente que moría en los cajones de los escritorios de los directores de cadenas de televisión, de semanarios del corazón o de portales de internet, porque los beneficios de su publicación no compensarían ni de lejos los perjuicios que les ocasionaría la retirada de la cuantiosa publicidad que insertaban las diferentes empresas de ambas familias y también las de sus allegados.

Pero esto era diferente, ante él estaba la noticia del año; o de la década; o del siglo ¡Los hijos de los archirrivales  juntos y enamorados! Se atragantó con el refresco que estaba bebiendo y se puso a sudar nervioso ante la posibilidad de hacer el reportaje de su vida. Instintivamente echó mano a su cámara, pero para su desesperación se dio cuenta de que se la había dejado en el coche; más de quince mil euros en equipo fotográfico y ahora tenía que inmortalizar el momento con la cámara de su móvil, 3,5 mega píxeles para realizar el trabajo de su vida.

Disimulando como pudo, disparó la camarita decenas de veces, rogando a los dioses que la ausencia de luz apropiada, de flash y de buenas ópticas no impidiera que se distinguiese nítidamente a los tortolitos abrazarse,  besarse, reírse…

La escena romántica que antes le había hecho desear encontrar a la mujer que le mirase con la intensidad con que ella le miraba a él, ahora se había convertido en algo con lo que comerciar.

 – Un millón –  se decía a sí mismo.  
– Por estas fotos me van a dar un millón.

Le dieron el millón. Se retiró y dejó de trasnochar y de perseguir la fotografía más escandalosa. Se compró una casita blanca en la costa. Ahora paseaba por la playa, desayunaba en la terraza de un pequeño bar del puerto mientras leía la prensa y el sol de la mañana le saludaba.

De Romeo y Julieta se habló mucho, sus imágenes abrieron telediarios y fueron el centro de la programación rosa de todas las cadenas. Las audiencias se dispararon, las tiradas de las revistas multiplicaron los ejemplares distribuidos. Cada semana había una portada: primero hablando de su romance, después de la reacción furibunda de sus familias, más tarde de la forzosa separación de los jóvenes amantes y por último de la muerte de ambos despeñados en un accidente de tráfico al tratar de huir.

El día siguiente a la noticia del trágico final de los chicos, en un pueblecito costero de casitas blancas cierto hombre no acudió a su paseo habitual por la playa, ni desayunó en la terraza del bar leyendo la prensa, ese día el sol no le encontró para desearle buen día. 

El día siguiente a la noticia de la muerte de Romeo y Julieta su cuerpo fue encontrado flotando sin vida en las aguas de la bahía.

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